miércoles, 3 de agosto de 2011

“ANIMO, SOY YO, NO TENGÁIS MIEDO...” (Mt. 14, 22-33)


Hoy hay una gran crisis de confianza. Es más, vivimos todo el tiempo desconfiando, llenos de miedo que nos pase algo por la calle, que nos roben, que nos maten. La confianza está devaluada más que nunca.
Una desconfianza que acaba conduciéndonos a la soledad. Nadie es mas solitario que quien se ha pasado la vida desconfiando de todo y de todos. Es cierto que como están las cosas, parece difícil vivir con otra actitud. Pero como cristianos estamos llamados a encontrar una solución ya que la desconfianza empieza poniendo llaves a las puertas de nuestras casas y termina cerrando de par en par nuestro corazón. Y vivir con el corazón acorazado por el miedo es un disparate que termina empobreciendo nuestra vida.
Y esto que vivimos cotidianamente entre nosotros también nos afecta en nuestra relación con Dios.
Algo parecido a lo que vivieron Pedro y los demás apóstoles en el evangelio que acabamos de escuchar. Los discípulos acaban de vivir una experiencia sorprendente, han visto una multitud hambrienta y han colaborado para saciar con apenas cinco panes y dos peces a aquellos cinco milles hombres, sin contar las mujeres y los niños. Jesús despide a la gente y lo primero es lo inesperado de la frase del Señor, que al atardecer, cuando los discípulos suponían que ya tenían que descansar por haber trabajado todo el día, el Señor les dice: “crucemos a la otra orilla”. Y ahí aparece la imagen tan bella, de Jesús que se retira a solas para rezar. Y en ese momento los discípulos tienen que afrontar la dificultad: es de noche, están lejos de la tierra, el viento les es contrario, no pueden avanzar y , para colmo, parece que Jesús, no está presente entre ellos, parece que están solos.
En ese contexto, aparece Jesús, aunque no lo reconocen, y les dice “Animo, soy Yo, no tengáis miedo”. Y ahí Jesús espera de sus discípulos una fe llena de confianza, una fe que venza el miedo, porque aunque se sientan solos, el está con ellos. Y el miedo nos paraliza, hace que uno se cierre en si mismo, sin confiar en el otro, sin abrirse a él. El miedo es lo opuesto a la fe.
Sin embargo, este Pedro se anima, en un momento a mirar a Jesús, pone su mirada en El, y camina en dirección hacia Jesús, pero al instante empieza a hundirse ya que le vence de nuevo el miedo, al sentir la fuerza del viento.
Uno se imagina, que sensación habrá sentido Pedro al caminar sobre el agua!!!, que sensación de omnipotencia, de grandeza, de poder, de seguridad absoluta, de creerse más que cualquier hombre. Y en ese momento comienza a hundirse. Pero Porque se hunde Pedro? No es simplemente por la tormenta en si. Pedro tiene miedo a terminar de poner la confianza en el Señor, y ese es el pecado de estos hombres en medio del lago. No es el miedo al agua, es el miedo a no terminar de salir de si mismos y decir: ¡sí Jesús está! El me va a saber cuidar. Tengo que confiar, tengo que darme cuenta que no estoy solo.
Pero Pedro empieza a quitar la mirada de Jesús, y comienza a ponerla en las olas, en el viento. Pedro empieza a replegarse sobre si mismo, y empieza a confiar en las propias fuerzas, y no en las fuerzas de Aquel que termina tendiéndole la mano para que no se hunda.
Y esta es la gracia para pedir este domingo, que nosotros podamos sentir que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, como terminaron reconociéndolo los apóstoles aquella noche, … que por lo tanto necesitamos de él y que El no nos va a dejar. Pero hay que reconocer que tenemos límites, que somos dependientes, débiles, e incluso pecadores. Tenemos que reconocer que no somos Dios y tenemos que vivir siempre con las manos abiertas, esperando que Jesús extienda la suya para que nosotros no nos hundamos.

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