sábado, 25 de junio de 2011

CORPUS CHRISTI: “LA VIDA CON…”


Hoy volvemos a celebrar esta fiesta del Corpus Christi, para que volvamos a descubrir la importancia de lo que hacemos cada domingo: la Eucaristía
Y estas palabras de Jesús hoy se entienden solamente cuando se tiene conocimiento y experiencia de lo que es recibir la Eucaristía. Al participar de este sacramento recibimos un pan que es verdaderamente carne y sangre de Cristo viviente.
Entre tantas cosas sorprendentes que tiene esta enseñanza de Jesús, nos llama la atención que diga que los que reciben su carne y su sangre tienen ya ahora la vida eterna. La vida eterna no es solamente promesa para el futuro. Y ya se ha dicho que vida eterna es participar de la vida que es propia de Dios. A los que comulgan se les ofrece ya desde ahora esa vida que viniendo del Padre está en Cristo, y por lo tanto es un comienzo de la felicidad plena que se da en el cielo. El Pan de la Eucaristía comunica el amor de Dios, para que los creyentes que lo reciben sean capaces de dar la vida por los hermanos y hermanas, como lo hizo el mismo Jesús.
Todos los que comulgamos nos unimos en un solo cuerpo con Jesús para poder vivir y amar como Él vive y ama. Lejos de encerrarnos en nosotros mismos, la comunión tiene que abrirnos para amar la vida y amar cada vez más a Dios y a nuestros hermanos y hermanas. Amar de esa manera, hasta el heroísmo, puede parecer algo tan imposible como vivir ya en la felicidad del cielo a pesar de todas las tristezas y dolores que nos rodean. Pero toda esta incapacidad humana queda superada cuando oímos que Jesús no nos ofrece alimentos de este mundo, ni siquiera un pan milagroso como el maná, sino el Pan verdadero que es su mismo cuerpo viviente, pleno de la vida de Dios.
La vida de los santos, el ejemplo de los mártires, e incluso nuestra propia experiencia cuando nos alimentamos frecuentemente con la Sagrada Comunión, nos hacen ver cómo la débil creatura humana puede llegar a superarse a sí misma hasta realizar lo que para los hombres es imposible: vencer el pecado para vivir en la santidad, destruir el egoísmo para entregarse generosamente a practicar el amor a los demás, vivir intensamente la alegría de la unión con Dios hasta el punto de no perder esta alegría ni siquiera en medio de los tormentos más crueles. Y si esta es la fuerza que nos comunica en este mundo el Pan verdadero, podemos estar seguros de que con ese Pan también estamos recibiendo la vida que dura para siempre. Y la Eucaristía, celebrada en la Misa y prolongada en los momentos personales de adoración frente al sagrario, tiene que ser el motor de nuestra actividad cristiana en el mundo de hoy.

lunes, 13 de junio de 2011

TRINIDAD: EL AMOR QUE SE ENTREGA

     Las lecturas que la Iglesia ha elegido para que se proclamen en esta fiesta de la Santísima Trinidad se refieren al amor con que Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, nos ama a todos los seres humanos. En la primera lectura, Moisés invoca a Dios y lo llama con títulos que se refieren al amor: “Dios compasivo y bondadoso, lento para enojarse y pródigo en amor y fidelidad”. San Pablo, escribiendo a los fieles de Corinto, les asegura que “el Dios del amor y de la paz” estará siempre con la comunidad. Termina bendiciendo a los destinatarios invocando el amor de Dios.

     Jesucristo ha venido para salvar, para darnos la vida del Padre, para hacernos vivir como corresponde a los hijos de Dios. Él nos otorga la vida y el amor del Padre por medio del Espíritu, que es la misma Vida y el mismo Amor de Dios, comunicado a nosotros para que de esa forma participemos de la vida divina que hay en la Trinidad.
     Ante este plan que Dios realiza en nosotros podemos tomar dos actitudes: quienes no lo aceptan, quedan en su situación anterior como enemigos de Dios. No necesitan que Dios pronuncie una sentencia de condenación. No pueden decir: “Dios me condenó”, porque ellos mismos se condenan al elegir una vida que termina en la destrucción. Ya desde ahora están viviendo en una situación de condenación. Quienes rechazan a Cristo porque aman más las tinieblas, eligen vivir aferrados a todo lo que es malo y destructor del hombre; éstos pueden decir con toda seguridad que su vida, desde ahora, “es un Infierno”, y que así quedarán para siempre. ¿De qué otra manera se puede hablar cuando uno elige el odio y no el amor?
     Quienes aceptan a Cristo como Hijo de Dios, creen en el Nombre con el que se presenta en nosotros, se dejan perdonar por Él y comienzan a vivir iluminados por Él, éstos comienzan a ser hijos de Dios y ya desde ahora están en la vida eterna porque viven participando del amor y de la alegría de Dios que se prolongará para siempre. Unidos a Jesucristo pueden invocar al Padre con el cariñoso nombre de “Abbá”, con que lo invoca su Hijo Jesús.
     Quienes se resisten e impiden que el Espíritu Santo venga a habitar en ellos para restaurar la imagen del Dios que es amor, y de esa forma puedan amar como ama Dios, se encierran en el egoísmo, no aman a Dios ni a los hermanos, y lamentablemente tampoco se aman a sí mismos. Así deterioran definitivamente la imagen de Dios con la que fueron creados.

     Si nuestra vida es ahora una participación de la vida de Dios Uno y Trino, todo nuestro ser y nuestro obrar debe reflejar lo que Dios es: liberados de todo lo que nos esclaviza y nos humilla, vivamos entregados libremente al amor de Dios y de nuestros hermanos. Ayudemos a nuestros hermanos a descubrir la felicidad de ser hijos de Dios.
     Dice la primera carta de san Juan: “...Él dio su vida por nosotros: también nosotros debemos dar la vida por los hermanos... Si Dios nos amó tanto, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros”. Si Dios es feliz haciéndonos participar de su alegría, también nosotros debemos buscar nuestra felicidad haciendo felices a los otros. Respetemos la imagen de Dios que hay en cada ser humano, tratemos de descubrir los valores que hay en los demás para amarlos cada vez más y para ayudarlos a perfeccionarse, no pongamos obstáculos humillándolos o impidiendo su crecimiento.
     De esta forma seremos más felices, y contribuiremos a que el amor y la felicidad de Dios se derrame cada día más sobre la tierra.

sábado, 11 de junio de 2011

PENTECOTES: DE LO EXTRAORDINARIO A LO ORDINARIO


     La primera lectura nos presenta la imagen de un Dios que domina, pero amorosamente; nos presenta la capacidad de Dios de hacer cosas extraordinarias, de romper en nuestro propio corazón aquello que suponemos que va a seguir siendo igual. Dios puede provocar en nuestro propio corazón nuevos pentecostés.
     La segunda lectura, en cambio, parece contradictoria. Dice simplemente San Pablo, que nadie es capaz de decir que Jesús es Dios, sino es por obra del Espíritu Santo. Es decir, pasamos de lo extraordinario, a lo más ordinario, a una frase tan sencilla, como poder afirmar, como lo hacemos nosotros cada día en el Padre Nuestro, que Jesús es Dios. El mismo Espíritu Santo que hace aquellas locuras con el pueblo de Dios. El mismo Espíritu Santo que sugiere en el silencio, de todo corazón las gracias nuestras, es el que sugiere el deseo de rezar, es el que nos mueve a un perdón en la familia, es el que nos anima a intentar una vez más lo que tantas veces intentamos, y que ha conocido tantas veces el fracaso, es el que nos hace morder la lengua cuando estamos por decir una crítica innecesaria, es el que nos hace esperar cuando necesito tiempo para tomar decisiones. Es decir, el mismo Espíritu de las cosas extraordinarias, trabaja en silencio en cada corazón, y hay que saberlo escuchar, porque un corazón que no está atento, Dios y el Espíritu Santo, le caminan a diario por su propio jardín que es el corazón, y muchas veces somos tan sordos y tan ciegos, que no nos damos cuenta ni siquiera cuenta de que Dios nos anda cuidando en secreto, y lo andamos buscando en cualquier lado, menos donde está, en el propio corazón. El evangelio nos presenta la síntesis de las dos cosas. El Señor les da una misión extraordinaria; les dice, desde ahora vayan, “id por todo el mundo; perdonéis los pecados, y a quienes vosotros perdonaréis, yo los perdonaré”. Les da un poder y una fuerza extraordinaria, pero lo van a tener que llevar a cabo, en la vida ordinaria, todos los días. Por eso el evangelio hace la síntesis de lo ordinario y de lo extraordinario, como fuerza del Espíritu Santo.
     Que los Sagrados Corazones nos ayuden a vivir esta fiesta del Espíritu Santo; pasando de lo extraordinario a lo ordinario. Y que nada ni nadie nos distraiga de escuchar y dejar que este Espíritu trabaje en nuestros corazones.




viernes, 3 de junio de 2011

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR: “NO QUEDAOS MIRANDO AL CIELO.”

    
 Hoy celebramos la fiesta de la ascensión de Jesús al cielo. Jesús después de resucitar, se les aparece a los suyos durante cuarenta días, les envía a misionar por todo el mundo y finalmente asciende a los cielos. Hoy es la fiesta donde el Señor inaugura el cielo para el género humano. Es el primer hombre que entra al cielo, a la gloria del Padre. Él que había venido del Padre, como Dios, se hizo hombre como uno de nosotros – en todo menos en el pecado -, y hoy vuelve otra vez al Padre, pero ahora como Dios y como Hombre. Podemos decir que en medio de la Trinidad late el corazón de un hombre, el corazón de Jesús. Y con Él se lleva a todos nosotros, ya que Él dijo que “cuando sea levantado sobre la tierra atraeré a todos hacia Mí”. Jesús abre las puertas del cielo para todos los hombres y mujeres. Él está preparando un sitio para cada uno de nosotros.
     Hoy celebramos a Jesús que subió a los cielos y que nos muestra el destino de nuestra vida; pero no debemos entender al cielo como una ubicación espacial o postura física. Decir Cielo es decir Dios. Allí donde está Jesús, allí está el cielo. De manera que cada vez que nos encontramos con Dios, ya estamos participando del Cielo. Escuchábamos hoy que mientras Jesús se elevaba, una nube lo ocultaba. Es que así como no podemos soportar la visión directa del sol, seríamos incapaces de ver a Jesús en toda su gloria. La nube oculta el resplandor del sol, pero deja pasar la luz y el calor. Así también Cristo que está glorioso en el Cielo, tampoco nos abandona. De Él recibimos la gracia y el Espíritu; que nos llega a través de la Iglesia, de los sacramentos, de la Eucaristía, de la Palabra, de los pobres, de la convivencia cotidiana. Detrás de todas estas realidades se oculta el Resucitado que vive entre nosotros, mientras reina junto al Padre.
Es como que el Señor nos dice: “No, no me voy. No dejo la tierra. No renuncio a la paternidad y al cariño. No me arrepiento de todo lo vivido. No me arrepiento de la Encarnación. No me arrepiento de cada una de las cosas que viví en la tierra. No me arrepiento de la cruz por vosotros. No me arrepiento de las heridas y de las llagas sino que me las llevo al cielo.” Porque Cristo, paradójicamente, sube al Cielo llagado para siempre. No quiso curarse, quiso irse llagado, por nosotros.
     Y esa es la alegría inmensa de esta fiesta de la Ascensión. Es el amigo que vino a salvarnos, a curarnos, y que además, encima, nos prepara un lugarcito ya en el cielo. Esa es la gracia inmensa. Que nos llena de alegría, porque se adelanta a nosotros a preparar la casa. Y eso nos tiene que llenar de muchísimo consuelo.
     Por otro lado, es muy bonito lo que nos dice la Palabra de Dios bien clarito: “Hombres de Galilea, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?”, como diciendo, “Ya no es el tiempo de quedarse mirando. Hay que volver.” Hay que volver a la casa, hay que volver a Jerusalén, que es símbolo del lugar de la cruz…
“¿Porqué  quedaos mirando al cielo?” Ahora hay que volver a Galilea, que es símbolo de la memoria y que es símbolo de las cosas de todos los días. Porque en Galilea, Jesús trabajó…, luchó…, peleó…, comió…, vivió con los discípulos, gozó …, Galilea es lo de todos los días. Y es como que el Señor nos dice: “Hombres de Galilea, ¿qué  quedaos mirando al cielo? ¡Volved! Volved y esperad en la ciudad. Volved, y esperadme allí donde os toca vivir cada día.”
     Que hoy podamos sentir estas palabras cariñosas del Señor que nos dice: “No quedaos mirando al cielo.” Hay que bajar la mirada. Porque a la altura de la tierra, nos esperan muchos rostros que necesitan nuestro testimonio. Testimonio que, como decía Joaquín Rosselló a los misioneros de los Sagrados Corazones (que él fundó) se manifiesta en el amor que vivirán unos a otros. 
     El Señor, cuando va ascendiendo, dice: “vosotros sed testigos. Quedaos en la ciudad. Yo os bendigo.” Fijaos que tres cosas, que nos vienen tan bien a todos. “No me quedaos mirando al cielo.” “Volved a la ciudad.”, que es el símbolo de todas las cosas de todos los días, “Pero sabed que yo os bendigo. Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.”
    Que el Señor nos conceda la gracia de estos discípulos. Dice bien clarito: “Se volvieron a Jerusalén con gran alegría, y estaban todo el tiempo en el templo.”, Los dos signos de un corazón que ha sentido el paso de Dios son: el volver con alegría y a la vez también, el estar en el templo. Es decir, el permanecer en la presencia del Señor, a través de nuestra oración, de nuestro cariño de familia, de nuestro servicio, de nuestro encontrar a Dios en las cosas de todos los días. El poder saber que el amor se manifiesta en gestos más que en palabras