sábado, 29 de octubre de 2011

“PREDICAN PERO NO DAN TRIGO” (Mt. 23, 1-12)


«¡Ay de nosotros, que hemos heredado los vicios de los fariseos!»
San Jerónimo, Comentario a san Mateo, XXIII, 1.

     Jesús critica duramente a los “escribas y fariseos” (tampoco todos, naturalmente), las clases dirigentes de su tiempo, por su hipocresía y el modo interesado de realizar su ministerio.
Las palabras del evangelio no están escritas para que nos enteremos de cómo se comportaban los malos fariseos de aquel tiempo. El evangelio no es un manual de historia antigua, sino una predicación para los cristianos de todos los tiempos. San Mateo, escribiendo para una comunidad formada en su mayor parte por cristianos venidos del judaísmo, ha recogido esta enseñanza de Jesús porque ha visto que en su iglesia existía la tendencia a imitar los malos ejemplos de algunos fariseos. Si nos encontramos retratados allí, es porque tenemos que corregirnos. Lo mejor es que los “pastores” lo reconozcamos humildemente y reflexionemos sobre si estos reproches nos afectan de alguna manera también a nosotros.
     Los que somos religiosos corremos el peligro de hablar de Dios y vivir de espaldas a Él, de tener actitud poco consecuente con la fe que creemos tener y con lo que enseñamos.
     Con nuestra “evangelización”, estamos constantemente ante la tentación de hacer ostentación de nuestra piedad. Es muy común entre los hombres aspirar a los primeros lugares. Cuando por el desempeño de un ministerio debemos estar en un lugar destacado, puede suceder que nos sintamos por encima de los demás. El ansia de dominio se da también entre los que ocupamos algún lugar en la comunidad eclesiástica. Nos gusta tener títulos, y más de una vez nos encontramos con que también nos gusta que los demás los reconozcan. Y lo peor de todo, muchas veces el uso de los títulos no se hace de la misma manera que lo hacía san Pablo: no los llevamos para presentarnos humildemente como servidores, sino para sobresalir sobre los otros o como forma de dominio.
     Jesucristo nos enseña a vivir como miembros de la familia de Dios. Sabiendo que tenemos un solo Padre y un solo Maestro que es Dios, y un solo Doctor que es Cristo, debemos someternos solamente a ellos y abrazar con igual amor a todos nuestros hermanos. En la práctica de nuestra vida cristiana debemos buscar solamente complacer a Dios, y no el aplauso de los hombres. Si en la Iglesia, en nuestra familia o en la sociedad somos llamados padres o maestros, debe ser porque con nuestra actitud o nuestro oficio hacemos presente ante los demás la bondad y la firmeza de Dios como Padre o su sabiduría como Maestro.
     El evangelio hoy quiere invitarnos a nosotros los sacerdotes y por extensión a todos los cristianos y cristianas a tomar en serio nuestra vocación bautismal (de nación santa y pueblo sacerdotal) y a despertar nuestra responsabilidad ante Dios y ante les seres humanos.

viernes, 21 de octubre de 2011

“¿CUÁL ES EL MÁS IMPORTANTE...?” (Mt. 22, 34-40)

    
Hoy, escuchamos un relato tan conocido del evangelio de Mateo en el cual  unos de los fariseos pregunta a Jesús: “¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?”. También nosotros -aun sin trampa-  le preguntamos: ¿CUÁL ES EL MÁS IMPORTANTE...? Más de una  vez nos sentimos desorientados ante tantas obligaciones que nos presenta la Iglesia, la familia, el país, la misma vida. Todo se presenta como lo más importante, se exige que se atienda todo con la misma dedicación, pero nosotros somos débiles y limitados. No podemos prestar la misma atención, al mismo tiempo, a todas las cosas. Unos dicen que es más importante trabajar honestamente, aunque no se vaya tanto a la Iglesia; otros piensan que es más importante el culto de Dios, aunque haya que descuidar las demás cosas; otros afirman que lo importante es dedicarse al país. No hablemos de los que dicen que lo importante es pasarlo bien, o llegar a ser famoso, o ganar mucho (aunque sea robando)...
Escuchemos a Jesús que viene en nuestra ayuda respondiendo: no hay que debatirse entre tantas obligaciones. Basta con observar bien una sola: "Amarás al Señor tu Dios...". No es necesario dispersarse atendiendo a tantas cosas: prestemos atención al Único que vale. Dios nos ha dado un monto de pruebas de su amor, y la única forma de pagarle es amándolo. Jesús nos indica cuál ha de ser la medida de ese amor.
...CON TODO TU CORAZÓN
Los antiguos, para hablar de los pensamientos, no señalaban la cabeza sino el corazón. Leemos tantas veces en la Biblia: "Los pensamientos de su corazón...", o "¿Qué piensan en su corazón?"... Al decir que debemos amar a Dios con todo el corazón, Jesús nos está diciendo que Dios debe ocupar todos nuestros pensamientos. Fijémonos en la palabra "todo" puesta delante de "corazón", de "alma" y de "espíritu". Ningún pensamiento que se origine en nosotros debe estar orientado hacia otra cosa que no sea el amor de Dios. Todos nuestros pensamientos, todos nuestros planes, todas nuestras decisiones... deben expresar de distintas maneras el amor a Dios, aunque se refieran a las cosas más diversas.
... Y A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO
Muchos podrán decir que les resulta difícil amar a Dios, que a Dios no lo ven y no lo "sienten" como se “siente” el amor a una persona conocida que uno puede ver todos los días. El Señor nos responde mostrándonos el camino para poder amarlo como Él quiere ser amado: comienza por amar al prójimo, que es imagen de Dios. Allí donde ves a otro ser humano, estás viendo la imagen de Dios, estás viendo a alguien que es amado por Dios, estás viendo a alguien por quien Cristo ha derramado su sangre. Si lo amas, ya te estás acercando al amor a Dios. Para amar verdaderamente a Dios debemos amar todo lo que Él ama, y esto es tan cierto que San Juan nos dice que mentimos sí decimos que amamos a Dios y no amamos a nuestros hermanos.
En este segundo mandamiento no se exige amar por encima de todo sino "como a ti mismo". Quiere decir que cuando amamos a los demás tenemos que amarlos así como nos gusta que nos amen, así como deseamos ser amados. No hacerles lo que no nos gusta, y hacer por ellos lo que nos agrada que nos hagan. Significa que hay que amarlos así como son, imperfectos, pecadores, ingratos, porque sabemos que a nosotros nos gusta que nos quieran así como somos.
Jesús coloca estos dos mandamientos uno junto al otro, san Juan en su carta dice que quien no cumple este segundo mandamiento tampoco cumple el primero porque quien no ama al prójimo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y san Pablo, sin contradecir a Jesús, dice que al fin de cuentas este mandamiento es el único, porque quien ama al prójimo ha cumplido toda la Ley.
Dios sabe muy bien que tenemos dificultades en amarlo sin verlo, y por esta razón ha puesto este segundo mandamiento; para que lo amemos amando a los demás. Cuando nos abrimos para amar a otra persona, ya nos estamos acercando a Dios porque vamos saliendo de nuestro egoísmo. Si nuestro amor se amplía para amar a todos, ese acercamiento a Dios será mayor. Mayor será también sí abarca a los más pequeños, a los más necesitados, a los que están más olvidados de los demás, porque es a ellos a quienes a Dios prefiere.
Nuestro acercamiento a Dios habrá llegado a su punto culminante en esta vida cuando amemos también a los enemigos y a los pecadores porque sabemos que Dios los ama y son valiosos a sus ojos. Al valorar a nuestros prójimos porque son amados de Dios, habremos comprendido que los dos mandamientos grandes, siendo muy distintos permanecen radicalmente unidos. Y también descubriremos que nunca pueden oponerse, porque el verdadero amor al prójimo nos llevará a querer para ellos lo que Dios quiera.

Se te ordena este breve precepto: Ama y haz lo que quieras.
Si callas, calla por amor.
Si gritas, grita por amor.
Si corriges, corrige por amor.
Si perdonas, perdona por amor.
Que la raíz de todo sea el amor: de esta raíz no puede brotar nada que no sea el bien”.
(San Agustín, Comentario a la Primera Carta de Juan, VII, 8)

jueves, 13 de octubre de 2011

“A CADA UNO LO SUYO” (Mt. 22, 15-21.)


     Después de haber oído esta pregunta - aunque tramposa - de los  fariseos: “¿Está permitido pagar el impuesto al César o no?”, Jesús da la solución al problema que le han presentado. La famosa frase de Jesús ha dado lugar a muchas interpretaciones, y la que proponemos aquí no es más que una de ellas, que nos parece ser la más acertada.
     Jesús les dice: "Den entonces al César lo que es del César...". Desde el momento que ellos usan las monedas que llevan la inscripción del Emperador romano, los interlocutores de Jesús están reconociendo implícitamente que él es quien organiza la sociedad civil. Esas monedas tienen un dueño que ellos reconocen. Devuélvanle entonces esa moneda a su dueño. Existe un orden de cosas que tiene que ser manejado por los mismos hombres, y para eso hace falta que haya una autoridad que todos tienen que reconocer y respetar. El uso de las monedas es un signo de la existencia de este orden de cosas. Los que vivimos en la sociedad recibimos los beneficios que ésta nos proporciona, y por eso mismo tenemos que "dar al César lo que es del César". Es decir, debemos dar a la autoridad lo que le corresponde.
     Con esta primera parte de la respuesta, Jesús deshizo la objeción que podían tener algunos hombres de su tiempo: Jesús enseña que el reconocimiento de la autoridad civil no se opone de ninguna manera a la adoración del Único Dios. Los judíos que más tarde optaron por la violencia contra los romanos, apelando a motivos religiosos, no contaban con el apoyo de la enseñanza de Jesús.
    La segunda parte de la respuesta de Jesús – “dar a Dios lo que es de Dios” – nos recuerda el texto del Evangelio que hemos oído en uno de los últimos domingos, cuando una parábola presentaba el caso de los frutos de la viña que los hombres deben “dar a Dios”. Con este imperativo Jesús vuelve a recordar que se debe pagar la deuda que se tiene con Dios, al mismo tiempo que pone los debidos límites a la autoridad humana. El César se creía dios y exigía que se le rindiera culto cómo a un dios. Jesús dice que la autoridad humana no puede tener la pretensión de ocupar el lugar de Dios.
     Así como se debe dar al César lo que es del César, a Dios, y solamente a Él, se le deben dar las cosas que pertenecen a Dios. Él es el único ante quien el hombre se debe postrar, a Él solamente se le debe un amor por encima de todas las cosas, ante Él solamente se debe rendir cuentas de lo que cada uno tiene en su conciencia, hacia Él solamente deben tender todos los actos y todas las aspiraciones de los seres humanos, Él es el único dueño de la vida de todos los seres humanos.
    El gobernante humano se extralimita cuando exige a sus gobernados que lo traten como éstos deben tratar solamente a Dios. En los tiempos actuales no sucede como en la antigüedad, cuando los reyes se hacían tratar como dioses, se erigían templos, exigían actos de culto y se sentían dueños de las personas. Con su crueldad con los súbditos demostraban que no eran dioses, sino una triste parodia de un dios. Pero en nuestra época hay gobernantes que no respetan ni la dignidad ni la libertad de sus gobernados, que son los valores humanos que el verdadero Dios es el primero en respetar. No se hacen llamar dioses, pero se comportan como los antiguos gobernantes que se creían dioses.
         Jesús ha respondido a la consulta sobre la licitud de pagar el impuesto al César, estableciendo claramente que el hombre se encuentra ante dos autoridades que debe respetar. Y el César, como todos seres humanos, también debe dar a Dios lo que es de Dios. La exigencia que puede imponer la autoridad humana siempre es limitada, mientras que la que impone Dios es absoluta.

viernes, 7 de octubre de 2011

DOS SORPRESAS…


El evangelio de este domingo nos presenta una nueva imagen de Dios que nos puede ayudar a revisar nuestra vida de Fe.
Dios se nos presenta como un Rey bondadoso, como un Padre a quien se le va a casar su Hijo. Entonces arma la fiesta y una lista de participaciones y envía a sus servidores para llamar a los invitados. Pero los invitados no acuden a la fiesta, y sin embargo el Rey no suspende la fiesta de boda sino que manda llamar a otros para que vengan a la fiesta de su hijo. Esta parábola nos puede ayudar a revisar nuestra vida de fe porque nos sorprende en va dos aspectos.
La primera sorpresa es esto de la fiesta. Cuando nosotros pensamos que al final de nuestra vida solamente nos está esperando un juicio, donde el Señor pase cuentas de nuestras debilidades y premie o castigue. Aquí, Jesús, rompe esta imagen, y en cambio nos presenta ese día final, donde uno se encuentre con el Señor, simplemente como una fiesta.
Una fiesta preparada por el Señor. ¿Algo así como una fiesta de casamiento donde se mueve toda la familia, donde un mes antes ya la casa pierde el ritmo normal, por las participaciones, los regalos, el salón,… en fin no está hablando Jesús de esas fiestas que "hay que hacer", esas que "hay que cumplir con la formalidad", esas que hay que hacer porque hay que "quedar bien con mis amigos”. Esta es otra fiesta; la fiesta que se hace con verdadero amor, la fiesta donde se mete el corazón; aquella donde participa en primera lugar el dueño de casa o los dueños de casa. Es decir, que se alegran de que vengáis. Dios nos prepara así el Cielo. Con esa pasión y con esa preocupación con la que se arma la fiesta de un hijo que se casa. Y esta es la primera sorpresa de esta parábola.
Pero la segunda sorpresa, no menos llamativa que la primera y en la que nos tenemos que sentir interpelados, es la respuesta de aquellos que están invitados.
Tomando quizá esta misma imagen; qué triste que es cuando alguien que preparó una fiesta con tanto cariño y con tanto tiempo de anticipación, le fallan los invitados ese día. Es una de las cosas más tristes (no pasa muy seguido). Qué tristeza que es caminar por una mesa que se preparó quizá para treinta, y vinieron tres, por ejemplo. Toda una escena como de un dolor muy profundo. El dolor de sentir justamente la desproporción de todo el amor que se puso.
Y aquí entramos nosotros. Es sorprendente que podamos decir que “NO” a Dios a la hora del banquete. Y no pensemos solamente el banquete que Dios nos está preparando en el cielo. Hay muchos otros banquetes que Dios nos prepara a lo largo de nuestra vida y que son como una anticipación del banquete definitivo, que es el cielo. Y en estos pequeños banquetes, Dios también pone el mismo cariño y la misma dedicación. Qué triste es pensar que muchas veces nosotros también le damos más importancia al empresa, al negocio; al deporte, al club, y cada uno podría agregar a la lista lo que se le ocurra; pero muchas veces van siendo como el “NO” a un banquete mucho más grande, y que nuestro corazón necesita mucho más, y lo cambiamos por pequeños “picnics” del alma que no llenan el corazón. Que distraen pero que en el fondo sabemos que no nos llenan.
Siempre hay excusas. Nunca hay tiempo para el gran banquete con Dios, nunca hay tiempo para la intimidad. Una de las cosas más gozosas de la fiesta, es cuando se fueron los demás y quedaron aquellos parientes y amigos que uno más quiere, y de alguna manera, para el dueño de la casa ahí comienza la fiesta; allí comienza la parte más gozosa de la fiesta, cuando se queda con los que más quiere y comparte las cosas más gozosas.
Y nosotros para con Dios hemos perdido la capacidad, primero de aceptarle la invitación; y a veces le aceptamos la invitación, pero algo así como si le hiciéramos el cumplido. Vamos, estamos, y nos retiramos a los postres. Y no nos quedamos al rato de intimidad con el Señor. Ese rato en que muchas veces aparece el gesto que no está reservado para todos sino para los que están en la intimidad. Y a veces Jesús nos ve buscando pretextos para no ir; y a veces nos ve ansiosos por ver cuándo nos podemos retirar. Estamos en Misa, con la mirada puesta en el reloj para que las agujas se muevan un poquito más rápido para irnos cuanto antes. Hacemos la oración de la noche o la mañana como un ritual, cosa de que después cuando me vaya a confesar tenga algo menos para decir. Y así vamos viviendo la relación con Dios como aquellos invitados que van a la fiesta por compromiso y que lamentaron que el dueño de casa se haya acordado de ellos y se le haya ocurrido invitarlos. ¡Cuántas veces nos lamentamos de ser cristianos¡ ¡Cuántas veces nos lamentamos de haber sido elegidos por Jesús ya que tenemos que CUMPLIR con tantas cosas¡ Y sin embargo tenemos tantos amigos que no son cristianos y parece que viven mucho más felices que nosotros, mucho más relajados, sin tener que cumplir con tantas cosas.
Qué triste que es vivir nuestra Fe así. Tendríamos que preguntarnos porque. Quizás todavía no descubrimos este aspecto de fiesta que significa ser cristiano. Quizás todavía no descubrimos el amor de un Dios que prepara cada encuentro con nosotros como un padre prepara la fiesta de un hijo que se casa.
Que Dios nos ayude a entender esta sorpresa que a veces nuestro corazón le puede dar. Que sepamos que somos capaces de decir “no!” al banquete de Dios. A los anticipos del Banquete de Dios que se dan en la tierra; la misa, los ratos de oración. Cuántas veces me habrá esperado en la oración para banquetear, y yo ni me enteré. Cuántas veces a Dios se le habrá quemado el asado o la paella porque yo ni siquiera fui. Mientras, yo me muero de hambre y me quejo. Pero lo hermoso es que quizá Dios preparó para mí platos sabrosos, como dice el profeta Isaías, en la primera lectura de hoy; pero claro, no es servicio a domicilio, no es el delivery; sino que Dios quiere que nos presentemos ante El, a gozarlo con El. Y justamente no se tratar de romper con lo cotidiano, es todo lo contrario se trata de vivirlo más intensamente. Todos somos invitados por Dios al gran banquete de la vida, a la fiesta de la vida y a hacer de la vida una fiesta permanente, como Jesús nos dice en esta parábola.
Resumiéndonos este evangelio nos deja una doble enseñanza:
En primera lugar el darnos cuenta que el ser cristianos, el vivir el evangelio, no es simplemente el cumplir unas normas, el cumplir ciertas exigencias. Sino que es ante todo una invitación de Dios a participar de su felicidad, de su intimidad, y no sólo en el cielo, sino también ya aquí en la tierra. Eso con respecto a Dios.
Y con respecto a nosotros, nos deja la enseñanza de que también podemos rechazar esta invitación a vivir la vida de Dios, a vivir nuestra vida con Dios, cuando no rompemos con toda clase de ídolos y no hacemos florecer los valores del Reino que nos llevan, en verdad, a hacer posible que todos vivan bien y así hacer de la vida una verdadera fiesta.