El domingo pasado veíamos el anuncio del perdón de los pecados, y hoy escuchamos el gran anuncio de la luz y de la alegría que Isaías ya había profetizado tiempo atrás, a un pueblo sumergido en tinieblas y falto de alegría.
Y esta promesa que se anunció en tiempos de Isaías, se hace realidad y Dios la cumple en la persona de Jesús. Poco después de su bautismo, Jesús va a Cafarnaúm, justamente la región de la que había hablado Isaías. Y la presencia de Jesús en este lugar es vista por el evangelista como el sí de Dios a su antigua promesa, Dios cumple su promesa de luz y alegría en la persona de Jesús.
Jesús es la luz y la alegría verdadera para los hombres y las mujeres. Y estas son las dos gracias para pedir este domingo: Luz y alegría.
En primera lugar, Jesús es la gran luz aparecida para la humanidad. Yo soy la luz del mundo, dijo Jesús. Pero… ¿Qué significa la luz?
Significa la seguridad y sobre todo la vida.
Justamente la Luz comunica seguridad. De día caminamos más tranquilos, más serenos, más seguros; todo se hace más claro. De noche, cuando tenemos miedo prendemos una luz. Es que la luz nos da seguridad. Y el signo de que Jesús es la luz que ha ganado nuestros corazones, seguridad de que Cristo resucitó, de que vive y está con nosotros todos los días de nuestra vida hasta el fin del mundo, por lo que no tendríamos que vivir con miedo, no tendríamos que vivir en la inseguridad, en la búsqueda angustiosa. Tendríamos que comunicar seguridad a los demás.
Pero además de seguridad, la luz significa la vida. Es decir el final y el objetivo de nuestra existencia aquí en la tierra. El saber que estamos hechos para vivir en comunión con Dios, que aquí simplemente somos peregrinos. Por eso si hay cruces, piedras que nos salen al cruce del camino, es lógico que así sea, ya que la felicidad completa sólo se va a dar en el cielo.
La luz es signo de esperanza, es signo de fecundidad y de vida. Por eso el desafío sería preguntarnos si los demás a través de nuestro testimonio personal, pueden descubrir en nosotros la luz nueva de una esperanza que nunca desaparece ni se quiebra, o por el contrario estamos transmitiendo una sensación de desaliento, de pesimismo, de cansancio.
Y en segundo lugar, el otro anuncio de Isaías que se cumple en Jesús, es la alegría.
Cuando Jesús nació, fue anunciado como una gran alegría para todo el pueblo. Una alegría que debe florecer en nosotros – como decía San Pablo -, aun cuando sea una alegría en medio de las tribulaciones. Porque en realidad la alegría revela la presencia del Espíritu en un cristiano. El fruto del Espíritu es amor alegría y Paz. Y el mundo que todavía no cree nos desafía justamente en este terreno, en la capacidad de saber estar en medio de la alegría y de hacerla triunfar.
Y uno puede caer en la tentación de justificarse por la situación que estamos viviendo, por los problemas familiares o sociales. Pero este es un desafío tan antiguo como la fe en Dios. Ya en tiempos de Isaías, 700 años antes que Jesús, los israelitas tuvieron que vivir la alegría y la confianza en Dios aún en medio del exilio.
Hoy tendríamos que preguntarnos en que hemos puesto nuestra confianza, nuestra alegría. ¿Dios es la alegría de mi corazón? ¿Es la alegría de mi vida? ¿En quién o en qué pusimos el corazón? ¿Qué cosas nos entristecen, y qué cosas nos alegran? Tal vez todavía la Buena Noticia que nos trajo Jesús no ha bajado hasta la profundidad de nuestros corazones. Quizás nos parecemos todavía a ese pueblo entristecido que caminaba agachado en las tinieblas, yendo hacia el exilio.
Sin embargo Dios no nos abandona,…cada domingo, cada vez que venimos a Misa, venimos un poco como aquellos israelitas afligidos, cansados y cargados de llanto;… pero al salir después de haber escuchado la Palabra de Dios y de haber comulgado con el Cuerpo de Cristo,… debemos ser como gente que vio multiplicada en su corazón la luz y la alegría, para llevarla a los demás.
El mundo tiene derecho a esperar de nosotros esa luz y esa alegría que tenemos al saber que Jesús llena de sentido la vida del hombre. No nos pertenecen, son como un don que Dios nos regaló para llevarlo a los demás.
Que los Sagrados Corazones de Jesús y María, foco de nuestra caridad, nos conceda esta gracia.
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