Con frecuencia se escucha esta frase: "Estoy solo porque nadie me quiere".
Si alguien al sentirse solo, se pregunta ¿cuántos me quieren? Probablemente nunca saldrán de su soledad. Para vencerla hay que hacerse otra pregunta: ¿A cuántas personas quiero yo?. Por ahí, comenzando a amar a los otros, en lugar de angustiarse mendigando ser queridos se puede tener una terapia que le aqueja.
No pretendo decir que todos los solitarios son egoístas. Ni que se hayan ganado toda su soledad. La sucia ingratitud de algunos es realidad, no es una invención. Hay soledades inmerecidas pero, si en una familia, alguien se obsesiona en que “quiere ser querido”, y se olvida de “querer”, las posibilidades de sus sentimientos de soledad se multiplican.
El corazón no se llena cuando uno es querido, sino cuando hay mucho amor para repartir. Solo el magnánimo reparte amor y transforma vidas, inclusive la suya.
Habría que preguntarse cuál es el vacío en la familia que ha permitido que, algunos en ese nido, sufran el frío de la soledad. El secreto está en descubrir de donde viene ese vacío.
Lo común es que nos sintamos solitarios cuando, ya antes, hemos comenzado a estar vacíos.
Repito, con esto no ignoro la ingratitud humana. La adolescencia es un período de la vida donde la gratitud es menos visible. El adolescente para reafirmar su personalidad, tiende a infravalorar las ayudas recibidas. Muchos luchan por esto, muchos padres lloran más de lo que ríen durante esta etapa de sus hijos. Pero luego, si el amor perdura, si uno se ha obligado libremente a querer, se acaba por reconocer y devolver lo recibido.
Lo triste consiste cuando alguien ha crecido en años y repite las letras del mismo canto. Recuerdo la curación de los diez leprosos por Jesús, donde sólo uno volvió a agradecerle. Y Jesús se alegró por ese solo.
Una familia que ama termina por recoger amor. Tal vez no sea un amor sonoro, pero sirve abundantemente para sacar a alguien de su soledad.
Los que aman recogen amor a la larga o a la corta.
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