Los tres apóstoles que Jesús llevó consigo al monte tuvieron la fuerte experiencia de una teofanía, de una manifestación misteriosa de Dios, con la voz del Padre: “este es mi Hijo, el Escogido: escuchadlo”. Con la presencia testimonial de dos representantes del Antiguo Testamento, Moisés y Elías, Jesús aparece como el cumplimiento de las antiguas promesas, y la voz de Dios le proclama como Hijo suyo, y además, como su Palabra y como el Maestro que él envía a la humanidad: “escuchadle”.
En la teofanía que había sucedido el día del Bautismo de Jesús en el Jordán, donde se oyen palabras muy semejantes, no se añadía el final: “escuchadle”. Aquí, sí. Jesús es el Maestro auténtico que nos ha enviado Dios. Este es el Jesús en quien nosotros creemos, a quien escuchamos en cada Eucaristía y a quien intentamos seguir en nuestra vida. Vamos por buen camino. Jesús es el Hijo de Dios y el Maestro y la Palabra definitiva que Dios dirige a la humanidad.
Hoy somos invitados a remotivar y refrescar nuestra condición de discípulos: tenemos que “escuchar” más a Jesús. En Cuaresma y a lo largo del año, domingo tras domingo -día tras día- acudimos a la escuela de este Maestro y él nos va enseñando, con su ejemplo y con su palabra, el camino de la salvación y de la vida.
Como a Pedro, pudo ocurrirnos que, en vez de captar el signo icónico que remite a un siempre “algo más”, a un Dios “siempre mayor”, también nosotros hayamos buscado proponer la construcción de tres tiendas. Si bien la voz de la nube nos indicaba el “todavía no”, que contrapone la esperanza a la presunción de un “ya”, no siempre nos ha resultado fácil bajar “agradecidos” de la montaña y reemprender, sin desesperanza, el arduo camino estrecho y cotidiano.
Es significativo recordar que antiguamente, en Oriente, el monje-iconógrafo estrenaba su ministerio precisamente con el icono de la Transfiguración del Señor. Pintor de la belleza y mensajero de la presencia luminosa que irradia la imagen, tenía primero que contemplarla interiormente, dejarse transfigurar por la presencia gloriosa del Señor, trascender el sentido y dejarse habitar por el Espíritu.
También para nosotros haber vivido en estas experiencias cumbre, de forma anticipada, la belleza y el gozo de una humanidad plena, redimida, nos capacita como mensajeros e “iconógrafos” de la belleza de la Humanidad. Pero será necesario ser transparentes, “dejar pasar la luz” sin aprisionarla o ahogarla posesivamente. Hay que bajar del Monte “ligeros de equipaje”, reemprender la misión apostólica, reencontrarnos con las miserias de nuestro mundo (que son las nuestras), tocar amorosa y sanadoramente sus heridas con el anuncio de la salvación.
¡Que los Sagrados Corazones de Jesús y María, foco de nuestra caridad, nos conceda este celo!
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