sábado, 5 de febrero de 2011

V DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO: SAL Y LUZ DEL AMOR EN EL MUNDO (Mt 5, 13-16)

Después de las bienaventuranzas, Jesús sigue enseñando qué debe aportar un seguidor suyo en este mundo. Ciertamente no podemos interpretar las bienaventuranzas como una invitación a una actitud resignada y pasiva. Las dos afirmaciones que hoy leemos son muy concretas: un cristiano debe ser sal y luz en su ambiente, testigo y profeta en medio del mundo.
Aparte de las comparaciones, que podrían parecer un poco poéticas, ¿qué significa que un creyente debe ser luz para los demás? Las lecturas de hoy orientan este lenguaje hacia la vida concreta, hacia el efecto que produce en los demás nuestro estilo de actuación. En el evangelio el mismo Jesús habla de que los demás “vean vuestras buenas obras”.
Pero es en la lectura profética donde se nos concreta más qué significa ser luz para los demás, y por eso la han elegido, porque viene a darnos la clave para interpretar lo que dice Jesús: seremos luz para los demás, no tanto por lo que sabemos y decimos, sino por lo que hacemos. Uno esperaría que se nos invitara a ser “sabios” y así ayudar con nuestra ciencia a los demás. O bien, que se nos recordara la obligación del culto o de la oración. No es por ahí por donde Isaías apunta. Su aplicación es existencial, no intelectual.
Los ejemplos que enumera él no se refugian en la poesía, son bien concretos y valen exactamente igual ahora que hace dos mil quinientos años, en España como en Argentina,  en Camerún como en Ruanda: partir el pan con el que no tiene, no oprimir a nadie, no hablar mal de nadie, sobre todo de nuestro hermano, no cerrarse a nadie, hospedar a los sin techo, no adoptar nunca un gesto amenazador… Parece una versión antigua de lo que siempre hemos llamado “obras de misericordia”. Sólo entonces seremos luz. Sólo el que ama es luz para los demás. Sólo entonces podremos pedir que Dios nos escuche también a nosotros.
A veces, cuando hablamos de violencia o agresividad, pensamos en las naciones poderosas que se aprovechan de las débiles, a los islamistas o los israelitas a mano dura. Pero también pasa o puede pasar en nuestro nivel doméstico. Lo mismo puede pasar con la “maledicencia”, que consiste en difamar a los demás.
También el salmo nos hace decir que “el que es justo, clemente y compasivo, en las tinieblas brilla como una luz”. En un mundo egoísta, en que cada uno mira por lo suyo, la misión que tiene un creyente es salir un poco de sí mismo y ayudar a los demás, con una palabra oportuna, con el ejemplo de coherencia y entrega. Además, empezando por casa. Jesús dice en el evangelio que esa luz debe alumbrar a todos los de casa. El profeta nos ha dicho: “no te cierres a tu propia carne”. La caridad empieza por la propia familia o comunidad.
No se trata de que todos seamos “lumbreras” que suscitan la admiración y el aplauso de todos. No se trata de “deslumbrar” con nuestros talentos a los demás. Se trata de “alumbrar”, de ayudar con nuestra luz a que otros también tengan luz.
Cada cristiano es llamado, no sólo a vivir él en la luz, a ser “hijo de la luz”, sino también a ser luz para los demás. Una familia cristiana puede ser luz y sal para otras familias de la misma escalera o para los compañeros de trabajo. Que sea conocida porque “siempre van a Misa”, pero también, porque “siempre están dispuestos a ayudar a los demás”.
En la Eucaristía tenemos la mejor fuente de la sabiduría y de la luz y de la sal, para que después, en la vida, podamos ser eso mismo para los demás.

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