lunes, 15 de agosto de 2011

NUESTRAS BARRERAS (Mt. 15, 21-28)


La Palabra de Dios nos recuerda hoy que también con los que no son de “los nuestros” debemos ser acogedores. También los extranjeros tienen derecho a la salvación de Dios. Dios ama a todas sus creaturas, sea cual sea su raza y su condición social y su religión. Hace llover sobre justos y pecadores. Es el Padre de todos.
Una mujer extranjera, sirofenicia, le pide a Jesús que cure a su hija enferma, que está “poseída por un demonio muy malo”. Jesús no le pone la cosa fácil a la buena mujer. Primero hace ver como que no la oye. Sólo ante la petición de los apóstoles (a los que molesta esa mujer “que viene detrás gritando”), responde, pero parece que negativamente, diciendo que él ha sido enviado sobre todo para los que pertenecen al pueblo elegido de Israel.
A la mujer, no sólo parece no atenderla, sino que pone a prueba su fe, con la comparación, que a nosotros nos puede parecer ofensiva, de que el pan es para los hijos y no para los perros, aludiendo al pueblo de Israel, como “los hijos”, y a los demás como no pertenecientes a la casa. Pero la mujer contesta finamente que en cualquier casa, sin quitar el pan a los hijos, se procura que quede algo para los perritos. Jesús, entonces, le concede lo que pide, alabando su fe: “mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.
A las primeras generaciones de cristianos les costó convencerse de que la puerta del Reino y de la fe estaba abierta también a los paganos. Basta recordar los diversos episodios de los Hechos de los Apóstoles, como cuando Pedro tuvo que rendir cuentas a la comunidad porque había admitido a la fe a la familia del centurión romano, o la mesa redonda que se tuvo que organizar sobre el tema en el llamado “concilio de Jerusalén”.
Todos solemos tener problemas anímicos a la hora de incluir en nuestra esfera de convivencia a gentes de otra cultura o religión o edad, o a los de ideología política distinta. La primera reacción, ante estas personas, es la desconfianza, y las discriminamos fácilmente de mil maneras.
Esto nos puede suceder en varios niveles. Por ejemplo, en el diálogo interreligioso. Cada vez más, en nuestra sociedad, convivimos con personas de otra cultura y religión, y tendríamos que saber superar los prejuicios. No es que todas las religiones sean iguales. Pero toda persona puede ser fiel a Dios según la conciencia en la que ha sido formada, y puede darnos ejemplos tan hermosos como el de la fe que Jesús alabó en la mujer cananea.

En una sociedad cada vez más pluralista, es fácil que nos resulten incómodas y molestas muchas personas: los extranjeros, los inmigrantes, los desconocidos, hasta los turistas de paso. Sin embargo, esas personas nos dan lecciones en algunas ocasiones: lecciones de generosidad, de fe, de sinceridad. Es la ocasión para que aprendamos a evitar toda clase de racismo o de nacionalismo excluyente.

Lo mismo sucede en un nivel más doméstico. Tenemos mil ocasiones, en la vida de cada día, para ejercitar esta hospitalidad y apertura de corazón. No vaya a ser que sepamos dialogar con los forasteros y alejados y neguemos luego el diálogo a los de casa. En nuestra misma familia o comunidad, algunas personas no nos resultan simpáticas, por su cultura, por su edad, por su temperamento. A veces miramos a los extranjeros con suspicacia, a los jóvenes con impaciencia, a los adultos con indiferencia, a los pobres con disgusto, al tercer mundo con desinterés, a los alejados de la fe con autosuficiencia y a los de otra lengua o cultura con recelo apenas disimulado. Pero Dios quiere a todos. Cristo, si tiene alguna preferencia, es para con los débiles y marginados.
¿Tenemos oídos para escuchar las súplicas -a veces, los gritos- de los que a nuestro lado necesitan ayuda? Muchas veces no es ayuda económica lo que necesitan, sino una mano tendida y una cara acogedora y un interés sincero por sus problemas o interrogantes.

En las manos del Señor seamos instrumentos de reconciliación: ayudemos a destruir los muros que vino a derribar Jesús.

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