Realmente la figura de Jeremías, profeta que actuó en Judá cuando ya se estaba a punto de consumar el destierro del pueblo a tierras del Norte, en tiempos del débil rey Sedecías, es una figura de Jesús en su camino de pasión y, también, de todo cristiano que quiera ser consecuente con su fe, “tomar su cruz” y seguir al Maestro.
El ministerio que le tocó al joven Jeremías (cuando Dios le llamó tendría apenas veinte años) no fue nada fácil: tuvo que anunciar desgracias si no cambiaban de conducta y de planes incluso políticos de alianzas. Nadie le hizo caso. Le persiguieron, le ridiculizaron. Ni en su familia ni en la sociedad encontró apoyo, fuera de unos pocos años en que el joven rey Josías colaboró con él en la renovación religiosa y social del pueblo, hasta su prematura muerte.
Esto creó en Jeremías momentos de fuerte angustia y crisis personal. A nadie le gusta ser el hazmerreír y la burla de todos. Ciertamente tuvo momentos dulces en su vida de profeta, porque sintió claramente la vocación de poder ser el portavoz de Dios para con su pueblo. Pero fueron también muy duros los momentos malos, como los que se reflejan en el pasaje de hoy: “me sedujiste, Señor…”. Jeremías llega a pensar en abandonar su misión profética. Pero fue fiel a su vocación.
Es el drama de un profeta fiel. Los profetas falsos, los que dicen las palabras que los gobernantes o el pueblo quieren oír, esos prosperan. Los profetas verdaderos, los que siguen la voz de su conciencia y anuncian lo que Dios quiere que anuncien, no suelen ser populares y a menudo acaban mal. Entonces y ahora. Jesús es el ejemplo más claro para nosotros. Él también tuvo momentos de “crisis vocacional”, sobre todo en el huerto de Getsemaní y en la cruz: “Padre, aparta de mí este cáliz… Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Pero también puede suceder lo mismo a los que a lo largo de la historia han tenido que denunciar injusticias o pronunciar palabras proféticas con sinceridad. Eso no vale sólo para el Papa o los obispos y demás pastores, sino para todo cristiano que quiere ser consecuente con su fe. Para todos sigue siendo válido lo de “tomar su cruz” y seguir a Jesús.
Pedro es un prototipo de seguidor de Cristo. No porque todo lo entendiera e hiciera bien. Sino precisamente porque sintió las mismas dificultades que sentimos nosotros en el seguimiento de Cristo. Coexisten en nosotros momentos en que profesamos con sinceridad la fe y al amor a Cristo, y otros en que somos débiles y “pensamos como los hombres” y merecemos reproches serios de Jesús. La cruz la tenemos como adorno en las paredes o colgada del cuello. Pero la cruz es seria: habla de renuncias y sacrificio y muerte.
Podemos incluir en este seguimiento “con cruz” lo que Pablo dice a los Romanos sobre cómo debe ser nuestro culto a Dios. En tiempos de Pablo, los recién convertidos al cristianismo tenían que mantenerse vigilantes para no recaer en la mentalidad pagana que tenían antes, y que es incompatible con la de Cristo.
Lo mismo sucede ahora. Todos sabemos qué diferencias encontramos, día tras día, al confrontar nuestro ambiente con la Palabra bíblica que escuchamos en la Eucaristía, tanto en las relaciones sociales, en los negocios y en nuestra ética sexual como en nuestra apertura para con Dios o en nuestro autocontrol. Pablo nos invita a renovar nuestra manera de pensar y nuestros criterios de actuación.
No es fácil ser buen cristiano. Nunca lo ha sido, pero ahora menos. Nos exige opciones a veces radicales y costosas.