Vale la pena detenerse a meditar las hermosas palabras de despedida de Jesús que nos ofrece Jesús reunido con sus discípulos para hablarles de amor antes de su partida. Él quiere que nos se angustien demasiado por su muerte y sepan descubrir que tiene un plan maravilloso para ellos: “No los dejo huérfanos, volveré”. Jesús les abre otra realidad: se va para estar mucho más presente que antes, con una presencia tan distinta que solamente podrá ser percibida por aquellos que lo amen sinceramente, es decir que lo amen no de palabra sino cumpliendo sus mandamientos.
Al hablar de sus mandamientos Jesús se refiere a un tema ya anunciado en el mismo discurso: los mandamientos de Jesús se reducen a uno sólo: el del amor. Pero un amor que no es el del mandamiento del Antiguo Testamento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, sino como lo enuncia Jesús: “Que os améis unos a otros como yo os he amado”.
El antiguo mandamiento ordenaba poner la mirada a la altura de los hombres, la medida del amor era lo que cada uno quería para sí mismo. En cambio Jesús habla de amar poniendo la mirada en el amor que nos tiene el mismo Jesús: “como yo...”.
A quienes se les concede la gracia de poder amar de esta manera, se les anuncia que podrán gozar para siempre de la presencia de Jesús, hasta llegar a verlo cuando todos los demás consideren que Jesús ha muerto definitivamente.
Y más, celebrar la Pascua hoy, es algo más que alegrarnos por la resurrección de Jesús. El Resucitado nos invita a una comunión vital: nuestra fe y nuestro amor a él nos introducen en un admirable intercambio de unidad y de amor entre el Padre que le ha enviado, entre él mismo y sus seguidores: “yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros”.
San Pedro, en su carta, dice a los cristianos que estén en todo momento prontos a dar testimonio de la esperanza, con mansedumbre y buena conciencia, dispuestos a sufrir lo que sea, a imitación de Cristo que, para conducirnos a Dios, sufrió la muerte, siendo inocente.
También ahora necesitamos paz y ánimos y alegría. Porque puede haber tormentas o “eclipses” de la presencia de Dios en nuestra vida personal o comunitaria. Sólo desde la convicción de la presencia siempre viva de Cristo Resucitado y de su Espíritu podemos encontrar la clave de la serenidad interior para seguir caminando y trabajando. Hay que estar dispuesto a cumplir el mandamiento de amor que Jesús deja a sus discípulos, porque nadie puede vivir la experiencia de su presencia si se aísla de los demás.
La Pascua la celebramos bien si se nota que vamos entrando en esa comunión de mentalidad, de estilo de actuación con Cristo, el Resucitado. Y eso, no sólo en la Eucaristía, que es el momento privilegiado de nuestra comunión con él, sino también en la vida cotidiana, reconociendo con gratitud y alegría la presencia amante de Jesús en nuestras vidas, y reaccionando ante ese amor con gestos de amor hacia los hermanos y hermanas.