El evangelio de este domingo nos presenta una nueva imagen de Dios que nos puede ayudar a revisar nuestra vida de Fe.
Dios se nos presenta como un Rey bondadoso, como un Padre a quien se le va a casar su Hijo. Entonces arma la fiesta y una lista de participaciones y envía a sus servidores para llamar a los invitados. Pero los invitados no acuden a la fiesta, y sin embargo el Rey no suspende la fiesta de boda sino que manda llamar a otros para que vengan a la fiesta de su hijo. Esta parábola nos puede ayudar a revisar nuestra vida de fe porque nos sorprende en va dos aspectos.
La primera sorpresa es esto de la fiesta. Cuando nosotros pensamos que al final de nuestra vida solamente nos está esperando un juicio, donde el Señor pase cuentas de nuestras debilidades y premie o castigue. Aquí, Jesús, rompe esta imagen, y en cambio nos presenta ese día final, donde uno se encuentre con el Señor, simplemente como una fiesta.
Una fiesta preparada por el Señor. ¿Algo así como una fiesta de casamiento donde se mueve toda la familia, donde un mes antes ya la casa pierde el ritmo normal, por las participaciones, los regalos, el salón,… en fin no está hablando Jesús de esas fiestas que "hay que hacer", esas que "hay que cumplir con la formalidad", esas que hay que hacer porque hay que "quedar bien con mis amigos”. Esta es otra fiesta; la fiesta que se hace con verdadero amor, la fiesta donde se mete el corazón; aquella donde participa en primera lugar el dueño de casa o los dueños de casa. Es decir, que se alegran de que vengáis. Dios nos prepara así el Cielo. Con esa pasión y con esa preocupación con la que se arma la fiesta de un hijo que se casa. Y esta es la primera sorpresa de esta parábola.
Pero la segunda sorpresa, no menos llamativa que la primera y en la que nos tenemos que sentir interpelados, es la respuesta de aquellos que están invitados.
Tomando quizá esta misma imagen; qué triste que es cuando alguien que preparó una fiesta con tanto cariño y con tanto tiempo de anticipación, le fallan los invitados ese día. Es una de las cosas más tristes (no pasa muy seguido). Qué tristeza que es caminar por una mesa que se preparó quizá para treinta, y vinieron tres, por ejemplo. Toda una escena como de un dolor muy profundo. El dolor de sentir justamente la desproporción de todo el amor que se puso.
Y aquí entramos nosotros. Es sorprendente que podamos decir que “NO” a Dios a la hora del banquete. Y no pensemos solamente el banquete que Dios nos está preparando en el cielo. Hay muchos otros banquetes que Dios nos prepara a lo largo de nuestra vida y que son como una anticipación del banquete definitivo, que es el cielo. Y en estos pequeños banquetes, Dios también pone el mismo cariño y la misma dedicación. Qué triste es pensar que muchas veces nosotros también le damos más importancia al empresa, al negocio; al deporte, al club, y cada uno podría agregar a la lista lo que se le ocurra; pero muchas veces van siendo como el “NO” a un banquete mucho más grande, y que nuestro corazón necesita mucho más, y lo cambiamos por pequeños “picnics” del alma que no llenan el corazón. Que distraen pero que en el fondo sabemos que no nos llenan.
Siempre hay excusas. Nunca hay tiempo para el gran banquete con Dios, nunca hay tiempo para la intimidad. Una de las cosas más gozosas de la fiesta, es cuando se fueron los demás y quedaron aquellos parientes y amigos que uno más quiere, y de alguna manera, para el dueño de la casa ahí comienza la fiesta; allí comienza la parte más gozosa de la fiesta, cuando se queda con los que más quiere y comparte las cosas más gozosas.
Y nosotros para con Dios hemos perdido la capacidad, primero de aceptarle la invitación; y a veces le aceptamos la invitación, pero algo así como si le hiciéramos el cumplido. Vamos, estamos, y nos retiramos a los postres. Y no nos quedamos al rato de intimidad con el Señor. Ese rato en que muchas veces aparece el gesto que no está reservado para todos sino para los que están en la intimidad. Y a veces Jesús nos ve buscando pretextos para no ir; y a veces nos ve ansiosos por ver cuándo nos podemos retirar. Estamos en Misa, con la mirada puesta en el reloj para que las agujas se muevan un poquito más rápido para irnos cuanto antes. Hacemos la oración de la noche o la mañana como un ritual, cosa de que después cuando me vaya a confesar tenga algo menos para decir. Y así vamos viviendo la relación con Dios como aquellos invitados que van a la fiesta por compromiso y que lamentaron que el dueño de casa se haya acordado de ellos y se le haya ocurrido invitarlos. ¡Cuántas veces nos lamentamos de ser cristianos¡ ¡Cuántas veces nos lamentamos de haber sido elegidos por Jesús ya que tenemos que CUMPLIR con tantas cosas¡ Y sin embargo tenemos tantos amigos que no son cristianos y parece que viven mucho más felices que nosotros, mucho más relajados, sin tener que cumplir con tantas cosas.
Qué triste que es vivir nuestra Fe así. Tendríamos que preguntarnos porque. Quizás todavía no descubrimos este aspecto de fiesta que significa ser cristiano. Quizás todavía no descubrimos el amor de un Dios que prepara cada encuentro con nosotros como un padre prepara la fiesta de un hijo que se casa.
Que Dios nos ayude a entender esta sorpresa que a veces nuestro corazón le puede dar. Que sepamos que somos capaces de decir “no!” al banquete de Dios. A los anticipos del Banquete de Dios que se dan en la tierra; la misa, los ratos de oración. Cuántas veces me habrá esperado en la oración para banquetear, y yo ni me enteré. Cuántas veces a Dios se le habrá quemado el asado o la paella porque yo ni siquiera fui. Mientras, yo me muero de hambre y me quejo. Pero lo hermoso es que quizá Dios preparó para mí platos sabrosos, como dice el profeta Isaías, en la primera lectura de hoy; pero claro, no es servicio a domicilio, no es el delivery; sino que Dios quiere que nos presentemos ante El, a gozarlo con El. Y justamente no se tratar de romper con lo cotidiano, es todo lo contrario se trata de vivirlo más intensamente. Todos somos invitados por Dios al gran banquete de la vida, a la fiesta de la vida y a hacer de la vida una fiesta permanente, como Jesús nos dice en esta parábola.
Resumiéndonos este evangelio nos deja una doble enseñanza:
En primera lugar el darnos cuenta que el ser cristianos, el vivir el evangelio, no es simplemente el cumplir unas normas, el cumplir ciertas exigencias. Sino que es ante todo una invitación de Dios a participar de su felicidad, de su intimidad, y no sólo en el cielo, sino también ya aquí en la tierra. Eso con respecto a Dios.
Y con respecto a nosotros, nos deja la enseñanza de que también podemos rechazar esta invitación a vivir la vida de Dios, a vivir nuestra vida con Dios, cuando no rompemos con toda clase de ídolos y no hacemos florecer los valores del Reino que nos llevan, en verdad, a hacer posible que todos vivan bien y así hacer de la vida una verdadera fiesta.