domingo, 28 de agosto de 2011

DRAMA DE UN CREYENTE CONSECUENTE

  Realmente la figura de Jeremías, profeta que actuó en Judá cuando ya se estaba a punto de consumar el destierro del pueblo a tierras del Norte, en tiempos del débil rey Sedecías, es una figura de Jesús en su camino de pasión y, también, de todo cristiano que quiera ser consecuente con su fe, “tomar su cruz” y seguir al Maestro.
El ministerio que le tocó al joven Jeremías (cuando Dios le llamó tendría apenas veinte años) no fue nada fácil: tuvo que anunciar desgracias si no cambiaban de conducta y de planes incluso políticos de alianzas. Nadie le hizo caso. Le persiguieron, le ridiculizaron. Ni en su familia ni en la sociedad encontró apoyo, fuera de unos pocos años en que el joven rey Josías colaboró con él en la renovación religiosa y social del pueblo, hasta su prematura muerte.
Esto creó en Jeremías momentos de fuerte angustia y crisis personal. A nadie le gusta ser el hazmerreír y la burla de todos. Ciertamente tuvo momentos dulces en su vida de profeta, porque sintió claramente la vocación de poder ser el portavoz de Dios para con su pueblo. Pero fueron también muy duros los momentos malos, como los que se reflejan en el pasaje de hoy: “me sedujiste, Señor…”. Jeremías llega a pensar en abandonar su misión profética. Pero fue fiel a su vocación.
Es el drama de un profeta fiel. Los profetas falsos, los que dicen las palabras que los gobernantes o el pueblo quieren oír, esos prosperan. Los profetas verdaderos, los que siguen la voz de su conciencia y anuncian lo que Dios quiere que anuncien, no suelen ser populares y a menudo acaban mal. Entonces y ahora. Jesús es el ejemplo más claro para nosotros. Él también tuvo momentos de “crisis vocacional”, sobre todo en el huerto de Getsemaní y en la cruz: “Padre, aparta de mí este cáliz… Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Pero también puede suceder lo mismo a los que a lo largo de la historia han tenido que denunciar injusticias o pronunciar palabras proféticas con sinceridad. Eso no vale sólo para el Papa o los obispos y demás pastores, sino para todo cristiano que quiere ser consecuente con su fe. Para todos sigue siendo válido lo de “tomar su cruz” y seguir a Jesús.
Pedro es un prototipo de seguidor de Cristo. No porque todo lo entendiera e hiciera bien. Sino precisamente porque sintió las mismas dificultades que sentimos nosotros en el seguimiento de Cristo. Coexisten en nosotros momentos en que profesamos con sinceridad la fe y al amor a Cristo, y otros en que somos débiles y “pensamos como los hombres” y merecemos reproches serios de Jesús. La cruz la tenemos como adorno en las paredes o colgada del cuello. Pero la cruz es seria: habla de renuncias y sacrificio y muerte.
Podemos incluir en este seguimiento “con cruz” lo que Pablo dice a los Romanos sobre cómo debe ser nuestro culto a Dios. En tiempos de Pablo, los recién convertidos al cristianismo tenían que mantenerse vigilantes para no recaer en la mentalidad pagana que tenían antes, y que es incompatible con la de Cristo.
Lo mismo sucede ahora. Todos sabemos qué diferencias encontramos, día tras día, al confrontar nuestro ambiente con la Palabra bíblica que escuchamos en la Eucaristía, tanto en las relaciones sociales, en los negocios y en nuestra ética sexual como en nuestra apertura para con Dios o en nuestro autocontrol. Pablo nos invita a renovar nuestra manera de pensar y nuestros criterios de actuación.
No es fácil ser buen cristiano. Nunca lo ha sido, pero ahora menos. Nos exige opciones a veces radicales y costosas.


jueves, 18 de agosto de 2011

IMPORTANTE PREGUNTA: ¿QUIÉN ES JESUS? (Mt. 16, 13-20)


Es una pregunta importante, esta que recorre todo el evangelio, y luego toda la historia, también la actual: ¿quién es Jesús?
Sus contemporáneos ya dieron respuestas muy diferentes: le llamaron desde embaucador, fanático y aliado con el mismo demonio, hasta profeta, o uno de los profetas que vuelven a la tierra, desde Elías o Jeremías hasta el recientemente fallecido Bautista.
También en el mundo de hoy son divergentes las posturas que se toman en torno a Jesús: desde las dudas de los agnósticos sobre su existencia o sobre su muerte, y las increíbles historias llenas de fantasía -que vuelven a aparecer periódicamente en la historia- sobre su supervivencia en un país del Oriente, o la admiración de quienes le tienen como el hombre ideal, defensor de lo humano, gran maestro, profeta libre y valiente, luchador contra la injusticia, pero sin llegar a lo profundo, hasta la fe más fervorosa, a imagen de la que profesó Pedro afirmando que para él, y para los demás discípulos, Jesús es el Mesías esperado y el Hijo de Dios.
También para nosotros la pregunta debería ser muy concreta y personal. Nos tendríamos que aplicar la interpelación a nosotros mismos, a los que nos confesamos cristianos y participamos en la Eucaristía: ¿quién es Jesús para nosotros, para mí? Como los discípulos, tenemos que definirnos y tomar partido. No se trata de responder según los libros, o según los conocimientos que tenemos desde pequeños. Claro que todos sabemos que Jesús es “Dios y hombre verdadero”, y que con su muerte y resurrección nos ha salvado. Pero hay afirmaciones que de tanto repetirlas ya no nos dicen nada. Hay que “descongelar” esos conceptos.
Nuestra fe en Cristo Jesús, ¿impregna de veras nuestra vida? ¿o se queda en la esfera del conocimiento teórico? No se trata sólo de formular exactamente nuestras convicciones teológicas, sino que lleguen a influir y configurar nuestra vida. Jesús, para nosotros, no es una doctrina, sino una Persona que vive y que nos interpela y que da sentido a nuestra vida.
¿Se puede decir que creemos en Cristo Jesús de tal modo que aceptamos para nuestra vida su estilo y su mentalidad? ¿O venimos a creer en un Jesús a quien hemos “fabricado” a nuestra imagen y semejanza?
El evangelio de hoy nos invita rezar por el Papa, el Obispo de Roma. Cristo amó a su Iglesia y dio la vida por ella. Pedro amó a Cristo y aceptó ser pastor del rebaño. Los que amamos a Cristo y a la Iglesia debemos trabajar incansablemente para que el Rebaño de Cristo se mantenga siempre unido y crezca constantemente, para que la Viña dé abundantes frutos.

lunes, 15 de agosto de 2011

NUESTRAS BARRERAS (Mt. 15, 21-28)


La Palabra de Dios nos recuerda hoy que también con los que no son de “los nuestros” debemos ser acogedores. También los extranjeros tienen derecho a la salvación de Dios. Dios ama a todas sus creaturas, sea cual sea su raza y su condición social y su religión. Hace llover sobre justos y pecadores. Es el Padre de todos.
Una mujer extranjera, sirofenicia, le pide a Jesús que cure a su hija enferma, que está “poseída por un demonio muy malo”. Jesús no le pone la cosa fácil a la buena mujer. Primero hace ver como que no la oye. Sólo ante la petición de los apóstoles (a los que molesta esa mujer “que viene detrás gritando”), responde, pero parece que negativamente, diciendo que él ha sido enviado sobre todo para los que pertenecen al pueblo elegido de Israel.
A la mujer, no sólo parece no atenderla, sino que pone a prueba su fe, con la comparación, que a nosotros nos puede parecer ofensiva, de que el pan es para los hijos y no para los perros, aludiendo al pueblo de Israel, como “los hijos”, y a los demás como no pertenecientes a la casa. Pero la mujer contesta finamente que en cualquier casa, sin quitar el pan a los hijos, se procura que quede algo para los perritos. Jesús, entonces, le concede lo que pide, alabando su fe: “mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.
A las primeras generaciones de cristianos les costó convencerse de que la puerta del Reino y de la fe estaba abierta también a los paganos. Basta recordar los diversos episodios de los Hechos de los Apóstoles, como cuando Pedro tuvo que rendir cuentas a la comunidad porque había admitido a la fe a la familia del centurión romano, o la mesa redonda que se tuvo que organizar sobre el tema en el llamado “concilio de Jerusalén”.
Todos solemos tener problemas anímicos a la hora de incluir en nuestra esfera de convivencia a gentes de otra cultura o religión o edad, o a los de ideología política distinta. La primera reacción, ante estas personas, es la desconfianza, y las discriminamos fácilmente de mil maneras.
Esto nos puede suceder en varios niveles. Por ejemplo, en el diálogo interreligioso. Cada vez más, en nuestra sociedad, convivimos con personas de otra cultura y religión, y tendríamos que saber superar los prejuicios. No es que todas las religiones sean iguales. Pero toda persona puede ser fiel a Dios según la conciencia en la que ha sido formada, y puede darnos ejemplos tan hermosos como el de la fe que Jesús alabó en la mujer cananea.

En una sociedad cada vez más pluralista, es fácil que nos resulten incómodas y molestas muchas personas: los extranjeros, los inmigrantes, los desconocidos, hasta los turistas de paso. Sin embargo, esas personas nos dan lecciones en algunas ocasiones: lecciones de generosidad, de fe, de sinceridad. Es la ocasión para que aprendamos a evitar toda clase de racismo o de nacionalismo excluyente.

Lo mismo sucede en un nivel más doméstico. Tenemos mil ocasiones, en la vida de cada día, para ejercitar esta hospitalidad y apertura de corazón. No vaya a ser que sepamos dialogar con los forasteros y alejados y neguemos luego el diálogo a los de casa. En nuestra misma familia o comunidad, algunas personas no nos resultan simpáticas, por su cultura, por su edad, por su temperamento. A veces miramos a los extranjeros con suspicacia, a los jóvenes con impaciencia, a los adultos con indiferencia, a los pobres con disgusto, al tercer mundo con desinterés, a los alejados de la fe con autosuficiencia y a los de otra lengua o cultura con recelo apenas disimulado. Pero Dios quiere a todos. Cristo, si tiene alguna preferencia, es para con los débiles y marginados.
¿Tenemos oídos para escuchar las súplicas -a veces, los gritos- de los que a nuestro lado necesitan ayuda? Muchas veces no es ayuda económica lo que necesitan, sino una mano tendida y una cara acogedora y un interés sincero por sus problemas o interrogantes.

En las manos del Señor seamos instrumentos de reconciliación: ayudemos a destruir los muros que vino a derribar Jesús.

miércoles, 3 de agosto de 2011

“ANIMO, SOY YO, NO TENGÁIS MIEDO...” (Mt. 14, 22-33)


Hoy hay una gran crisis de confianza. Es más, vivimos todo el tiempo desconfiando, llenos de miedo que nos pase algo por la calle, que nos roben, que nos maten. La confianza está devaluada más que nunca.
Una desconfianza que acaba conduciéndonos a la soledad. Nadie es mas solitario que quien se ha pasado la vida desconfiando de todo y de todos. Es cierto que como están las cosas, parece difícil vivir con otra actitud. Pero como cristianos estamos llamados a encontrar una solución ya que la desconfianza empieza poniendo llaves a las puertas de nuestras casas y termina cerrando de par en par nuestro corazón. Y vivir con el corazón acorazado por el miedo es un disparate que termina empobreciendo nuestra vida.
Y esto que vivimos cotidianamente entre nosotros también nos afecta en nuestra relación con Dios.
Algo parecido a lo que vivieron Pedro y los demás apóstoles en el evangelio que acabamos de escuchar. Los discípulos acaban de vivir una experiencia sorprendente, han visto una multitud hambrienta y han colaborado para saciar con apenas cinco panes y dos peces a aquellos cinco milles hombres, sin contar las mujeres y los niños. Jesús despide a la gente y lo primero es lo inesperado de la frase del Señor, que al atardecer, cuando los discípulos suponían que ya tenían que descansar por haber trabajado todo el día, el Señor les dice: “crucemos a la otra orilla”. Y ahí aparece la imagen tan bella, de Jesús que se retira a solas para rezar. Y en ese momento los discípulos tienen que afrontar la dificultad: es de noche, están lejos de la tierra, el viento les es contrario, no pueden avanzar y , para colmo, parece que Jesús, no está presente entre ellos, parece que están solos.
En ese contexto, aparece Jesús, aunque no lo reconocen, y les dice “Animo, soy Yo, no tengáis miedo”. Y ahí Jesús espera de sus discípulos una fe llena de confianza, una fe que venza el miedo, porque aunque se sientan solos, el está con ellos. Y el miedo nos paraliza, hace que uno se cierre en si mismo, sin confiar en el otro, sin abrirse a él. El miedo es lo opuesto a la fe.
Sin embargo, este Pedro se anima, en un momento a mirar a Jesús, pone su mirada en El, y camina en dirección hacia Jesús, pero al instante empieza a hundirse ya que le vence de nuevo el miedo, al sentir la fuerza del viento.
Uno se imagina, que sensación habrá sentido Pedro al caminar sobre el agua!!!, que sensación de omnipotencia, de grandeza, de poder, de seguridad absoluta, de creerse más que cualquier hombre. Y en ese momento comienza a hundirse. Pero Porque se hunde Pedro? No es simplemente por la tormenta en si. Pedro tiene miedo a terminar de poner la confianza en el Señor, y ese es el pecado de estos hombres en medio del lago. No es el miedo al agua, es el miedo a no terminar de salir de si mismos y decir: ¡sí Jesús está! El me va a saber cuidar. Tengo que confiar, tengo que darme cuenta que no estoy solo.
Pero Pedro empieza a quitar la mirada de Jesús, y comienza a ponerla en las olas, en el viento. Pedro empieza a replegarse sobre si mismo, y empieza a confiar en las propias fuerzas, y no en las fuerzas de Aquel que termina tendiéndole la mano para que no se hunda.
Y esta es la gracia para pedir este domingo, que nosotros podamos sentir que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, como terminaron reconociéndolo los apóstoles aquella noche, … que por lo tanto necesitamos de él y que El no nos va a dejar. Pero hay que reconocer que tenemos límites, que somos dependientes, débiles, e incluso pecadores. Tenemos que reconocer que no somos Dios y tenemos que vivir siempre con las manos abiertas, esperando que Jesús extienda la suya para que nosotros no nos hundamos.